CAPÍTULO 1
DE KOA A MAGO
Estaba atardeciendo en las calles de Madrid, momento perfecto para salir a dar una vuelta. Tendría unos 13 años y ya iba con la lata en la mano. Quedé con un colega en el barrio para escoger el momento exacto en el que un bus de la EMT pasara por una de las paradas de Santa Eugenia y así echarnos unas firmas. Así era una de nuestras tardes en los comienzos. Poníamos la boquilla en el spray y nos sentábamos a esperar buses para ver cuál reunía las condiciones necesarias para que nos viera el menor número de personas. La verdad es que era un canteo. Éramos unos niños y disponíamos de escasos segundos desde que paraba el bus hasta que terminábamos nuestra tarea. Íbamos por detrás, sin que nos viera el conductor y, mientras los pasajeros subían o bajaban, le echábamos la firma en la parte trasera. Algún coche nos pitaba; otros, al vernos tan niños, intentaban cogernos y teníamos que irnos corriendo. Nos íbamos turnando para ficharnos y así intentábamos evitar sustos mayores.
Recuerdo que me cagaba antes de ponerme delante de los coches para echar una firma en la parte trasera del bus. Intentábamos tardar el menor tiempo posible porque realmente me ponía bastante nervioso. Como éramos pequeños, teníamos que estar en casa pronto, así que salíamos a la calle en cuanto podíamos para volver a nuestra hora. Como todo comienzo en cualquier materia, necesitábamos mucha práctica y probar las diferentes sensaciones que nos podía dar el graffiti.
No recuerdo exactamente cuándo empecé a pintar, pero en 2002 ya me echaba firmas como Koa. Junto a Adri (un amigo de aquella época), comenzamos a escribir nuestra firma en el barrio con los rotuladores Edding. La cosa es que cada vez queríamos pintar con puntas más gordas y buscábamos los Edding más gruesos en las papelerías. Al cabo de los meses, nos fijamos en el supermercado Hiber, que ponía por fuera sus carteles con las ofertas. Los números de los precios tenían un grosor enorme. Queríamos pintar con algo así de tocho, sería brutal echarnos un tackeo con eso, así que tratábamos por todos los medios de conseguirlo.
Los mármoles de las fachadas de los bancos (como los del BBVA del barrio) eran el sitio perfecto para poner tu firma con tu rotu nuevo, betún, tinta inferno o con linternas (unos rotuladores con punta bastante ancha). Quien firmaba más grande y con más estilo molaba más, lógicamente, por lo que ya empezaba el pique por el barrio. Un día, otro escritor me dijo que no firmáramos al lado de su nombre en aquel mármol, ni en cualquier otro sitio. La explicación era que él tenía mucho más estilo y cualquiera que viera nuestras firmas al lado de la suya podría pensar que íbamos juntos. Fue la primera vez que sentí que otro escritor se pensaba superior a mí. Quizás en el momento me sentó mal, pero yo seguía a mi rollo, ya que me sentía libre pintando donde fuese. Mi primer pensamiento fue: «Vaya chulo, ¿no?». Pero, al fin y al cabo, era de una crew bastante numerosa y pensé que, si teníamos problemas, podía salir perdiendo si se torcía la cosa. Años más tarde, pude entender el porqué de aquel chaval. Aun así, no lo comparto.
Al cabo de un tiempo, Adri me dijo de ir a una tienda de botes que estaba en el centro de Madrid. No había salido de mi barrio solo en la vida, así que coger el metro e ir a una de esas tiendas a por nuestras primeras latas era un plan que molaba. Quedamos un viernes después de clase. Sin embargo, mi amigo no se presentó solo, vino con su padre. Le dijo que mejor él nos acompañaba. En el momento, a mí me pareció surrealista, pero ahora lo veo con perspectiva y me doy cuenta de que la familia de Adri era navarra y tenían un pensamiento más antisistema, más progresista. Su padre le dejaba pintar, lo naturalizaba; por eso quería acompañarle a la primera tienda de botes a la que fuimos: Tiempo Libre. Gracias a ellos, pude ver una tienda de raperos de la época: sprays, ropa ancha, fanzines, etc. Aquella tarde ni imaginaba que el graffiti me iba a acompañar tantos años de mi vida, ni todo lo que me iba a aportar. Lo bien que me lo he pasado, las sensaciones que he experimentado, la satisfacción personal que he sentido… Realmente, mi personalidad se ha amoldado sobre la base del mundo del graffiti.
Desde que era pequeño, noté que aquel que pintaba iba un poco más al margen de la sociedad. No se podía pintar siempre que quisieras; no teníamos dinero suficiente para pintar con spray siempre, pero sí teníamos algún rotulador, y me divertía mucho dejar huella en los mejores sitios del barrio. La gente en aquella época prefería estar de pedo los fines de semana; sin embargo, a mí lo que me gustaba era pintar. Cada vez había más escritores en el barrio, por lo que yo me juntaba con los de mi edad. Al principio pintaba con Adri, pero se fue de Santa Eugenia, así que empecé a juntarme con otros escritores de mi quinta. Molaba quedar con más personas, cada uno con su rotu, y pasar las tardes echando firmas. Algún que otro rotulador se te abría en el bolsillo o la liabas en casa con la tinta inferno. Las manchas de aquella tinta se podían quedar para siempre en el lavabo, en el váter o en cualquier superficie. Ahora pienso que, aunque mi madre no me imaginase metido en la movida del graffiti, la ropa era una clara señal de que algo estaba haciendo con pintura.
En clase ya tenía entretenimiento asegurado. Cuadernos con bocetos, piezas en las mesas de clase y búsqueda de sitios en el patio de nuestro instituto donde poder pintar. Recuerdo coincidir con Peor en clase. Era con el que más conexión tenía, los dos haciendo bocetos siempre. Nos picábamos bastante, nos echábamos muchas risas, y ambos estábamos bastante dispersos en las clases. Comenzamos a pintar nuestras piezas cada vez que podíamos (ya no firmaba como Koa, sino como Mago). En ese momento, se unió a nosotros Héroe, con el que formaríamos el grupo Fetos Crew y con el que, a día de hoy, sigo manteniendo una gran amistad.
CAPÍTULO 2
PRIMERAS VECES
Verano de 2005. Me avisaron para dar un palancazo de tren unos chavales que ya habían hecho alguno, pero justo me iba de vacaciones con mi familia, así que me lo perdí... Me pudieron tanto las ganas que, cuando volví de la playa, organizamos otro los de mi crew: Héroe, Peor, Jenok y yo.
Entramos en la estación y dimos una vuelta por si había algún jurado. Llegó nuestro tren y, antes de subir a él, revisamos que no hubiera ningún vigilante en los vagones. Se abrieron las puertas y nos metimos en el último vagón. Tiramos de la palanca de freno y salimos del vagón para darnos la vuelta al tren por el morro. Queríamos pintar en el lado contrario al andén, así nadie nos podía molestar en el lado de las vías. Corrimos y cada uno cogió su panel donde íbamos a pintar. Me dí cuenta, antes de empezar, de que la luz de las ventanas del tren deslumbraba, así que te quedabas un poco cegado hasta que el ojo se acostumbraba. Entre que no llegaba casi a pintar la ventana y que no veía al contraluz, empecé a pensar que la pieza, por arriba, podría ser un desastre. Había que pintar rápido; eran momentos de tensión en los que todo pasa muy deprisa. Vas a coger los colores y pintas el relleno de las letras con el color que ibas a usar para el fondo de la pieza, o pones la boquilla al revés y te pintas la cara. No sería la primera vez que le pasa a más de uno. Más vale tener todo un poco controlado. La motivada que llevas en ese momento no tiene desperdicio y puede pasar cualquier cosa.
Con todo el relleno metido, Jenok nos iba diciendo que nos diéramos prisa. Cada uno, con su pieza, iba lo más rápido posible. Un par de minutos después fuimos acabando y nuestro amigo Jenok empezó a hacer fotos. Acto seguido salimos corriendo hacia un sitio seguro.
Fue un tirón rápido, con más miedo que vergüenza, pero reto conseguido. Era nuestro primer contacto con un tren y, encima, en nuestro barrio, así que estábamos bastante satisfechos. No tanto por el resultado, sino por la experiencia que acabábamos de vivir. Agradecimos mucho a Jenok, ya que nos aseguró prácticamente tener fotos al momento de acabar.
Esos días íbamos chutados, la verdad. El palancazo fue muy motivador. El hecho de haber pintado un tren ya nos abrió posibilidades de pintar en otras superficies. Nuestro cuerpo nos pedía pintar más. Un par de tardes después del palancazo, estaba pasando por el polideportivo de nuestro barrio y vi en el frontón un andamio enorme. No era de los normales, serían unas tres o cuatro alturas, 10 o 12 metros de alto, y con su escalerita para subir a cada piso. Además, tenía una superficie bastante grande por cada planta. Automáticamente, mi mente me llevó a planear la siguiente aventura.
Creo que desde pequeño me han llamado la atención las alturas, así que fue ver eso e imaginarme cómo quedaría mi pieza ahí arriba. Hablé con mis amigos y decidimos que esperaríamos hasta que cerrase el polideportivo para poder ir al frontón. Llegó el momento de abrir la valla y ver si se podía mover el andamio hasta pegarlo a la pared en la que íbamos a pintar.
Cada uno teníamos que pintar en una planta. Éramos cuatro y había que apañarse con el espacio que teníamos. Me subí arriba del todo y, aunque me daba cosa al principio, acabé sintiéndome muy tranquilo. Lo malo era si nos daban marrón, que bajar con prisas de ese tipo de sitios no era lo más seguro, la verdad. Haker (Peor) pintó en el siguiente nivel por debajo y Jenok en la primera planta junto a otro chico. No recuerdo su nombre, pero se hizo un BVK de Bukaneros.
Para nosotros fue una triunfada. Queríamos que nuestros nombres se vieran al día siguiente, así que conseguimos mover el andamio entre los cuatro. Cuando fuimos a ver las piezas de día, flipamos. Aparte de que nos moló mucho la aventura, encontramos el sitio por sorpresa, que eso, para nosotros, ya era un logro. Nuestras piezas con la de Héroe y Coner, que pintaron días después, no duraron mucho ya que, en cuanto acabaron de usar el andamio, las borraron. Pero ahí quedó la magia de pintar un lugar nuevo y diferente, de experimentar con las alturas y de sorprender en el barrio. Que todo aquel que lo viese se quedara loco y pensara: «Qué cabrones, qué buen sitio».
CAPÍTULO 3
FLOPEOS SOFOCANTES
Una noche de verano, los Fetos Crew volvíamos a la carga. Héroe, Jenok, Peor y yo queríamos hacer otro palancazo, ya que hacía semanas habíamos dado uno y nos estaba picando cada vez más. Quedamos los cuatro y fuimos hacia la Renfe, a ver qué ambiente había. Nos encontramos con un par de trenes sin jurados. Pasó el rato y decidimos esperar un poco porque lo que queríamos era pintar desde un lado en el que no se cruzase el tren en dirección opuesta mientras estábamos dándole caña. El siguiente tren vino con jurados y estos se bajaron en la estación. Nos miramos los que estábamos fichando y nos dijimos que había que esperar un poco más. Los trenes seguían pasando y los vigilantes no se iban. La estación ya estaba quemada por los palancazos, así que cada vez lo veíamos más complicado. Llegó el último tren y encima se van en él. Esa noche no tocaba palancazo.
La sensación de irte sin pintar cuando tienes ganas es muy amarga, así que decidimos buscar una alternativa para quitarnos el mono. No nos motivaba nada la estación ya, así que nos fuimos al barrio a darnos una vuelta y pintar algo. Salimos de la estación y a uno le dio por echarse unas firmas. Los demás empezamos a seguirle y nos hicimos unos flopeos, unas marcadas, fuera de la Renfe de Santa Eugenia. Se ve que ninguno estaba pendiente de vigilar, así que el frenazo de un coche de municipales nos cogió por sorpresa. Lo de quedarnos quietos no iba con nosotros, preferíamos salir corriendo, así que eso hicimos. Nuestra única escapatoria era meternos dentro de la estación por una puerta que había junto a los tornos. Peor, Héroe y yo corrimos a la Renfe y los guardias iban lanzados detrás de nosotros. Jenok se jugó la de que, cuando los municipales echan a correr, él hace como que con él no va la cosa y se va andando. Cuando funciona, es una buena técnica y, la verdad, se ahorró bastante energía esa noche.
Cualquiera que conozca la estación de Santa Eugenia sabrá que, a la derecha según entras, hay un puente por el que pasa la autopista. Así que a nosotros se nos ocurrió cruzar el puente en dirección cerro Almodóvar para perderles de vista. Ya me iba pesando la bolsa con los botes, así que no dudé en tirarlos. Los guardias nos seguían mientras corríamos bajo el puente y, entre gritos desagradables e insultos, sonó un disparo. Su intención era asustarnos; supongo que dispararían al cielo, pero eso nos hizo correr más aún. Ese sonido te acojona, tu cabeza no piensa y solo quieres correr más. Creo que ese día fue la primera vez que viví en mi piel la violencia que los policías desatan contra los graffiteros. Solo eran unas firmas en una pared y nosotros unos niños. Supongo que cada guardia actúa de una forma distinta, pero aquellos tiempos eran diferentes porque no estaban tan quemados como lo están ahora con el graffiti en Madrid. Por eso, esa actitud tan agresiva nos impresionó.
Los guardias se vinieron arriba; no sé si les jodió que les hiciéramos correr y por eso estaban tan rabiosos. Eso dicen siempre: «Como me hagas correr, es peor». Al final, para poder volver al barrio, tuvimos que dar un rodeo. El juego empezó cuando comenzamos a cruzar los puentes peatonales que cruzan la A3. Íbamos por las calles más recónditas para evitar encontrarnos con los locos estos que iban persiguiéndonos. Pasábamos por los jardines, evitando al máximo ir por las avenidas principales y alejándonos de sus ojos. Héroe y Peor, en esa época, vivían una vez pasado el puente verde que cruza la A3. Sin embargo, yo vivía un poco más lejos y tendría que volver solo, pero ya lo tenía todo pensado. Un peatón rodearía los edificios para pasar de la plaza del Jaysa a la de la tienda de Jesús, pero yo tenía que pasar desapercibido al máximo. Mi idea fue la siguiente: sabía que en el jardín que divide las dos plazas había una valla con un agujero, por lo que lo atravesaría para pasar a la otra plaza. Estaba cagado; en estas situaciones cada uno tiene sus paranoias en la cabeza. Por eso, cuando llegué a mi edificio, ni siquiera pasé por la puerta principal, porque daba a la avenida y me daba miedo que me pudieran ver. Despacito y con buena letra, accedí al recinto por una valla que daba al jardín. Llegar a casa después de esas aventuras y tumbarte en la cama era una auténtica bendición.
Al día siguiente, lógicamente, fuimos a buscar los botes. Comentamos la estupidez por la que se había dado el marrón y decidimos que, para las próximas veces, había que estar más atentos. Esto no podía volver a ocurrir. Unos días después, nos enteramos de que pararon a un chaval del barrio y se llevó un «masaje» en la cara de esos que suelen dar esta gente. Ahí nos empezamos a dar cuenta de que, para ellos, el graffiti no era un juego.
![]() |
¿Te ha gustado el libro? |
