CAPÍTULO 1

DE DÓNDE VENIMOS

«Dime lo que haces y te diré quién eres». Así reza la sabiduría popular, ¿no? Si nos remontamos al principio, todo comenzó en una edad tan temprana que los recuerdos se difuminan con el paso de los años. Pero casi desde que tenemos uso de razón, estamos metidos en este mundillo, de una forma más o menos directa.

No sabríamos decir exactamente quiénes somos ni de dónde viene esta pasión. Lo que sí sabemos es que hemos hecho muchas cosas: algunas buenas, otras no tanto y unas cuantas malas.

Escribimos Graffiti, sobre todo en trenes; pintamos mucho y en muchos lugares. Escribimos canciones donde plasmamos cómo sentimos y vivimos la vida. Compartir nos encanta, tal vez porque vivimos desde un punto de vista fraternal. Hemos apoyado a tanta gente que perdimos la cuenta hace mucho, y lo hicimos sin esperar nada a cambio, simplemente con la idea de hacer algo grande entre todos. Hemos hecho casi de todo; incluso robamos para costearnos nuestra pasión.

Hemos ganado, hemos perdido; hemos estado en la cresta de la ola y hemos sido detenidos, arrestados y condenados. Una de cal y otra de arena, como la vida misma. Hemos emprendido innumerables proyectos; nos hemos superado muchas veces y hemos fracasado otras tantas. Hemos sido cabeza de cartel y también cabeza de turco.

Hemos vivido rápido, con intensidad y mucha adrenalina. Como todos, hemos cambiado; hemos dudado y han dudado de nosotros. Pero si hay algo sobre lo que no hay duda, es que siempre hemos sido fieles a nuestros ideales, a nuestra gente y a nuestras pasiones. Pasiones o vicios, porque enganchan con la misma fuerza. Lo que comenzó como un juego de niños acabó convirtiéndose en nuestra forma de vida.

Nos gusta exprimir la vida como si fueran a prohibirla. Nos encanta escribir Graffiti, rapear vivencias, sentimientos, pensamientos o locuras, intentando conectar con quien está al otro lado, contemplando cada tag, cada pieza, o escuchando cada rima. Nos fascina recorrer el mundo, dejando siempre marca, rulando por tu línea como trenes pintados.

Esto que tienes entre tus manos no es una biografía. Es una ventana a nuestra historia: nuestras aventuras y desventuras, algunos éxitos y también fracasos. Si estás leyendo esto, gracias por interesarte. Nos encantará compartir contigo nuestro universo.

Nos centramos en esa doble vida que llevamos muchos inconformistas, a los que no nos basta con la vida «normal». Y sí, sabemos que es complicado definir qué es «normal». Pero aquí descubrirás la vida de dos soñadores, dos luchadores que, como tantos jóvenes, se entregan a sus pasiones en cuerpo y alma.

Esta es la historia de dos hermanos que encontraron en el Hip Hop —sobre todo en el Rap y el Graffiti— un motor imparable que dio sentido a sus vidas. Una vía de escape ante una vida gris que se les quedaba pequeña. Dos mentes inquietas que, al no gustarles el mundo que les rodeaba, decidieron aportar algo positivo para mejorarlo.

Lo que estás leyendo es la vida de dos chicos nacidos y criados en Madrid, que lograron algunas cosas que parecían imposibles. En parte, gracias a su empeño, y en parte, porque no sabían que eran imposibles de conseguir. Así, sin proponérnoslo ni quererlo, hemos escrito varias páginas en la historia del Hip Hop español y, me atrevo a decir, sin pecar de osadía, también en la del Hip Hop latino y mundial.

Vivirás muchos momentos con los que posiblemente te sientas identificado, y, seguramente, otras cosas que no te gusten e incluso te parezcan reprochables. De eso estamos convencidos al cien por cien. Sin embargo, también estamos seguros de que descubrirás cosas que te sorprenderán.

Si formaste parte o viviste alguna de las etapas que describimos, puede que eches en falta algún detalle que para ti fue importante y que nosotros hayamos omitido, ya sea porque no lo vivimos de cerca o porque no le dimos la misma importancia que tú.

En fin, dicho esto, empecemos por el principio, para que puedas entender cómo llegamos a ser quienes somos y a hacer lo que hacemos.

Nacimos en plena transición democrática. Una sociedad luchando por la libertad, marcada por la incertidumbre del futuro. El movimiento hippie en pleno auge, tensiones políticas, los grises repartiendo palos, la heroína arrasando generaciones y los últimos retazos de una dictadura salvaje que aplastó y exterminó a todo el que pensara diferente.

Llegamos a este mundo en una familia más bien acomodada, fruto del amor de dos adolescentes rebeldes en plena lucha consigo mismos y en busca de una libertad venidera que les costaba defender. Con 19 años fueron padres y sentían que se comerían el mundo, pero las vueltas de la vida y la droga acabaron con muchos de esos sueños. Al final, sería el mundo el que pareciera querer comérselos a ellos.

Nuestro padre nos abandonó cuando apenas teníamos año y medio (Gorka) y 19 días de vida (Yosu). ¿Conoces el típico tópico de «voy por tabaco y no vuelvo»? Pues eso fue, solo que se llevó consigo al pequeño Yosu. No volvimos a reunirnos hasta que él cumplió su primer año. Crecimos con la sombra de aquel secuestro por parte de nuestro padre, sin entender por qué había hecho algo así y temiendo que pudiera repetirse. Este detalle quizá ayude a entender algunas de nuestras reacciones y sentimientos de niños.

Ya de adultos, hace pocos años, conocimos a nuestro tío Javier, el hermano menor de nuestro padre. Llegó casi por casualidad y nos aportó mucha más claridad. Nos contó que aquello fue una decisión de los mayores de nuestras familias, quienes pensaron que repartir a los niños sería lo mejor para nuestro futuro, al menos a corto plazo. Todo esto, por supuesto, se hizo sin consultar a nuestra madre. ¿Puedes imaginarte el dolor de que te arranquen un bebé de los brazos de repente, días después de nacer y no consigas recuperarlo hasta casi un año después?

Nosotros, obviamente, no fuimos conscientes de nada de aquello, ni tenemos prácticamente recuerdos de nuestro padre. Solo queda alguna imagen confusa de las pocas visitas fugaces que nos hizo cuando teníamos cuatro o cinco años. Prometía traernos cosas maravillosas la próxima vez que nos viera. Un recuerdo que guardamos es cuando nos prometió que nos traería un caballo. Nos hacía mucha ilusión y quizá por eso lo recordamos incluso siendo mayores. Pero la realidad es que nunca llegó esa «próxima vez». Sin embargo, el recuerdo del caballo y de nuestro padre siempre fueron de la mano, cobrando un doble sentido que comprendimos al crecer.

El último contacto que tuvimos de él, aunque no directamente, fue una carta desde prisión. Estaba cumpliendo condena por un atraco a un Banesto. La carta, que nos llegó cuando teníamos 5 o 6 años, decía que nos quería mucho y que era muy duro estar allí. Eso nos marcó bastante. En algunos barrios, tener un familiar en la cárcel daba cierto estatus, pero en nuestra zona era más bien motivo de vergüenza. Era algo que estigmatizaba y que preferíamos mantener en secreto.

Nuestro padre, según nos contaron más adelante, era una mente brillante, pero mal encaminada. Fue otra víctima de la heroína, uno más de esa generación perdida de jinetes descontrolados, salvajes, desbocados por el indomable «caballo». La curiosidad acabó en autodestrucción. Aunque él nunca estuvo presente, sí nos hablaron siempre de quién era y qué le había pasado.

Un día, por ejemplo, un camarero, al ver un parecido con Yosu ya adolescente, se acercó y le preguntó: «¿Tú no tendrás algo que ver con Enrique Abrisqueta?». Al decirle que era su padre, el hombre levantó la camiseta, mostrando unas cicatrices, y en tono amenazante dijo: «Mira estas puñaladas, me las dio tu padre». Yosu, con apenas 15 años, dolor acumulado e inmadurez, solo pudo responder absurdamente: «¿Qué quieres, otras del hijo?». Y así durante nuestra infancia y no tan infancia, nos ha hablado diferente gente, que no conocíamos, sobre él, pero no sabríamos decirte en qué momento o quien nos contó qué.

Con el tiempo, bastante más mayores, nos enteramos de que nuestro padre había fallecido años atrás. Nos dijeron que fue a causa del SIDA. Aquello nos hizo reflexionar mucho y alejarnos de las drogas.

A pesar de vivir en algunos momentos con ciertos privilegios y recibir una educación acorde, nuestra realidad diaria era otra. Éramos una familia más, luchando por salir adelante en tiempos cambiantes, pero con una «pata» menos. Algunas etapas sobrevivíamos a duras penas; en otras vivíamos como reyes. ¡Menudo caos mental para un niño!

Nuestra infancia fue una paradoja: desde pedir en el metro o ver a nuestra madre quitarse la comida de la boca para alimentarnos, hasta visitar a los abuelos y encontrarnos un sillón lleno de regalos de Reyes o elegir entre varios platos que había preparado la chica que les ayudaba en casa.

Durante nuestra infancia vivimos dos realidades paradójicamente opuestas, pero, a pesar de todo, siempre nos sentimos bastante afortunados. No considero que hayamos tenido una infancia difícil.

Nuestra madre logró escapar de aquella pesadilla que trajeron consigo la heroína y otras drogas. Superó esa etapa y sacó adelante, ella sola, a dos niños que vivían ajenos a todo lo que estaba ocurriendo. Ya puedes imaginar lo que significaba, a finales de los 70 y principios de los 80, ser una mujer «sola» con dos niños, en una sociedad con un machismo reinante e intocable. Prejuzgada y juzgada diariamente, nuestra madre tuvo que compaginar sus estudios y trabajos de cualquier tipo con la crianza de dos terremotos. Porque, como te adelantamos, siempre fuimos muy inquietos y quizás un poco trastos.

Cambiábamos de residencia cada dos o tres años. A veces vivíamos los tres solos y, en otras ocasiones, convivíamos con algún «amigo» de nuestra madre. También pasamos varias etapas en casa de nuestros abuelos, lo que nos unió mucho a ellos, especialmente a Gorka, que tuvo una conexión súper especial con el abuelo.

Desde que tenemos uso de razón llamamos a nuestra madre «Ana», uno de sus tres nombres. Este nombre sustituyó al que había usado en su vida anterior a la separación de nuestro padre. Recuerdo que, siendo muy niños, un día nos pidió que la llamáramos «Ana» en vez de «mamá». Nos explicó que lo hacía para que nadie supiera exactamente la relación que había entre nosotros, si ella era nuestra cuidadora, nuestra hermana o cualquier otra cosa.

Puedo contarte que crecimos con verdadero temor de que, un día, nuestro padre apareciera y le hiciera daño a nuestra madre. Incluso teníamos una palabra de seguridad: «Púrpura». Si al llamar al telefonillo para entrar a casa, veíamos que nuestro padre estaba detrás, debíamos incluir esa palabra en cualquier frase que se nos ocurriera. Era todo un protocolo del miedo que, aunque nunca sabremos hasta qué punto estuvo justificado, nos acompañó en aquellos primeros años.

Quizás por eso nos mudamos tantas veces. Vivimos en Madrid (Arapiles, Prosperidad), Colmenar Viejo, Los Peñascales, Torrevieja (Alicante) y, finalmente, durante nuestra pubertad, en diversos sitios de la sierra noroeste de Madrid: Galapagar, San Lorenzo de El Escorial, en casa de nuestros abuelos maternos y en El Escorial.

Nunca echamos en falta una figura paterna. Para nosotros, crecer así era nuestra normalidad. Sin embargo, es cierto que tal vez tuvimos que madurar antes que otros chicos de nuestro entorno. Por ejemplo, recuerdo que, con seis años, yo hacía la cena para mi madre y mi hermano pequeño. También tenía que llevar a mi hermano de cinco años al colegio, cruzando varias calles de Madrid, incluida la avenida Príncipe de Vergara, una de las arterias principales de la capital. Algo impensable hoy en día para niños tan pequeños. Con nueve o diez años, ya hacía la compra mensual para la casa. Nuestra relación con nuestra madre, en parte, era como la de compañeros de piso.

Ella nos trató siempre como iguales, en derechos y en obligaciones. Nos educó con libertad de pensamiento, capacidad de autocrítica y, sin quererlo, debido a su perfeccionismo, nos inculcó un afán de superación que llevamos en nuestro ADN.

Por otro lado, debido a sus estudios y trabajos, pasábamos mucho tiempo solos. Esto nos dio una libertad y responsabilidad diferentes a las de nuestros compañeros de colegio y demás niños de nuestra edad con los que jugábamos o compartíamos.

Estamos muy unidos, en los peores y en los mejores momentos. El secreto es simple: somos dos en uno. Nuestra conexión es indestructible y, vista con perspectiva, se debe en gran parte a los constantes cambios de residencia, colegios y amigos durante nuestra infancia.

Siempre fuimos a colegios públicos y siempre nos tocaba empezar de cero en otra ciudad, en otro barrio o en otro pueblo. Al final, la única certeza era que nos teníamos el uno al otro. Cada vez que llegábamos a un colegio nuevo, tocaba luchar por integrarse, a veces literalmente, peleando con «los fuertes» del colegio para que no nos pisaran. Nos protegíamos mutuamente, nos hacíamos respetar y, así, poco a poco fuimos forjando esta relación tan especial que nos hizo mejores amigos a la par que hermanos, remando muchas veces como una sola persona.

Desde niños, siempre se referían a nosotros como «los dos hermanos»: «A ver, los dos hermanos...», «¿Qué hacen los dos hermanos?» o «¿Dónde están los dos hermanos?». Esto se repitió infinitas veces durante nuestra niñez y adolescencia. Incluso en las primeras detenciones que tuvimos, recuerdo a los policías diciendo: «Trae a los dos hermanos» o «Separa a los dos hermanos», y cosas por el estilo. Era algo normal porque siempre íbamos juntos como ser y sombra: donde iba uno, estaba el otro. Esto, junto con la complicidad, unión y conexión que siempre hemos tenido, explica por qué nuestro grupo se llama así y por qué Doshermanos se escribe todo junto. Pero eso ya lo trataremos más adelante.

Desde que tenemos conciencia, hemos sido dos mentes inquietas con un hambre voraz por descubrir y aprender. Nuestro primer contacto con el mundo del Hip Hop, sin saber que tal cosa existía, fue en Madrid, en el colegio Nicolás Salmerón, en Prosperidad, a primeros o mediados de los años 80. En ese colegio estuvimos tres años y descubrimos lo que llamaban en aquel tiempo «la música break». En pleno auge de ese movimiento, había un grupo de chicos mayores del colegio que bailaban break y dejaban a todos alucinando.

Nos llamaron tremendamente la atención esos movimientos increíbles y, sobre todo, nos gustó la fuerza de las canciones que bailaban. Encontramos algunas canciones similares en un recopilatorio llamado Max Mix, y se convirtió en un reto o en una especie de juego escuchar la radio y buscar ese sonido que tanto nos cautivó. Eso no era algo sencillo para unos críos en esa época analógica, donde era bastante difícil acceder a la información y mucho más sin ningún tipo de medios.

En ese ambiente creamos nuestro primer grupo, al que llamamos «Cagoyo». El nombre venía del inicio de los nombres de Cachito, un niño gitano con fama de gamberro en el barrio que estaba metido en el break; Gorka; y Yosu. Pero no era un grupo con el que hiciéramos nada en concreto; solo hacíamos juntos algunas fechorías. Nos escapábamos del colegio («de pellas») y recorríamos el barrio. Por ejemplo, nos colábamos en el huerto de otro colegio de monjas que era privado para comer frutas, o recorríamos las calles pidiendo pegatinas en talleres de coches y recogiendo pequeños regalos que «ofrecían» los comercios de la zona. Eran travesuras de niños de 7 u 8 años.

Un día, al llegar a casa, nos encontramos a nuestra madre destrozada, llorando, tirada en el suelo por una paliza que le había dado su pareja. Tuvimos que llamar a nuestro tío, que vino a recogernos, y creo recordar que ese fue el motivo que nos llevó a refugiarnos una temporada en casa de los abuelos.

En ese tiempo perdimos el contacto con todo lo de Madrid. Lo poco que pudimos llevarnos con nosotros fue ese gusto por aquella música break, que continuábamos buscando con ganas a través de las ondas de radio, televisión o cualquier medio que encontráramos. Recuerdo una vieja radio gigante en casa de los abuelos, con una ruleta para cambiar la sintonía. Pasábamos horas muertas buscando ese sonido perfecto para nosotros, pero nunca sonaba nada parecido.

Después de esa etapa nos mudamos a Galapagar. Ahí, también sin saberlo, tuvimos otra conexión con el Hip Hop. Vivíamos en El Guijo, una urbanización grande, típica de las promociones de segundas residencias de mediados de los años 80, donde convivían domingueros y familias jóvenes con niños residentes permanentemente. Estaba muy alejada del pueblo y era como una burbuja, donde las pandillas de chicos jugaban tranquilamente sin supervisión de los padres. Hacíamos cabañas por el campo y las obras, que estaban paradas por las clásicas quiebras de constructoras de la zona. Allí creamos otra de nuestras bandas: la LBN (La Banda Negra).

En las luchas de niños por los mejores spots para hacer cabañas, a veces destruíamos las de «los enemigos» y dejábamos escrito con rotuladores «LBN». Poco a poco, empezamos a escribirlo por todas partes y, sin saber lo que era el Graffiti aún, estábamos llenando nuestro entorno de firmas.

En verano venía mucha gente de Madrid al Guijo a veranear. Uno de ellos era Coke, que nos contó que su hermano tenía amistad con un chico que acababa de sacar una canción de Rap que estaba triunfando. «¿Rap?», pensamos. No teníamos ni idea de qué era eso. La canción en cuestión era Hey pijo, de MC Randy & DJ Yonko (Ariola/BMG, 1989). Nos pareció interesante, y en una de esas compras mensuales que hacíamos con nuestra madre, conseguimos deslizar el casete de Rap de aquí y otro de Madrid Hip Hop. Esos dos casetes se transformaron en nuestra banda sonora de aquella época. Nos gustaban mucho y, de hecho, escribimos algunos raps muy básicos, pero no le prestamos especial atención. Era una cosa más que nos interesaba, junto con otras, como jugar al fútbol (a Gorka), jugar al rol o videojuegos (a Yosu) o, a los dos, escuchar canciones de música break. Para ese momento ya habíamos localizado temas como Planet Rock o Rapper’s Delight.

Ese mismo verano, los hermanos San Frutos, Fernando y Alberto, que eran de Alcorcón, nos dijeron: «Eso de Hey pijo no mola tanto», y nos pasaron un casete que tenía en una cara Run-D.M.C. y, en la otra, Public Enemy con Yo! Bum Rush the Show. Alucinamos con cómo sonaba eso, y ahí fue cuando conectamos plenamente con el Rap, ya adquiriendo consciencia total de lo que era.

Enseguida nos unimos con Fer y Alberto San Frutos, que compartían nuestra naciente pasión por el Rap. Por fin encontramos una puerta para acceder a más información y más música. Así empezó nuestro afán por coleccionar casetes. Pasamos un par de años en nuestro micro mundo, ajenos al movimiento creciente de la capital: los bajos de Azca, la base de Torrejón, Alcorcón y otros epicentros donde sucedía lo más importante. No olvidemos que éramos chavales de 11 o 12 años viviendo a las afueras de un pueblo de la sierra, a casi 40 km de Madrid.

Poco después, en un campamento de verano de la Comunidad de Madrid, conocimos a Ricky, un chico de Las Águilas (Madrid), que nos vio escribir algunas letras de Rap muy básicas y dejar alguna firma por el campamento. Ricky era seguidor del Atlético de Madrid, como Gorka, y al terminar el campamento comenzamos a visitarlo. Un fin de semana íbamos nosotros a Las Águilas y otro venía él a la sierra. Fue una época en la que empezamos a llevarnos, sin pagar, algunos G.I. Joe de El Corte Inglés de Nuevos Ministerios. Se lo contamos a Ricky, y poco a poco eso se convirtió en una rutina que hacíamos los tres cada fin de semana, llevándonos primero figuras y, más tarde, videojuegos de ordenador.

Viajábamos a Madrid siempre sin dinero y casi siempre a escondidas de nuestra madre, que seguramente pensaba que estábamos jugando en las cabañas de los campos de alrededor de la urbanización en la que residíamos.

Nos colábamos en el tren escapando del «pica» (el revisor) y empezamos a pintar «LBN» dentro de los trenes. En esa época, los trenes tenían unas cortinas que se deslizaban hacia abajo y descubrimos que ahí no limpiaban las firmas. Así que empezamos, como locos, a poner «LBN» en las cortinas para que circulara por toda la línea. A veces, el pica nos pillaba sin billete y nos tocaba bajar en alguna estación y esperar al siguiente tren. Una de esas veces nos hizo bajar en Ramón y Cajal, y ahí descubrimos un montón de paredes con piezas. Aún sin saber lo que era el Graffiti, nos atrapó ver tanto color y esos murales tan grandes que nos parecían increíbles. Desde entonces, empezamos a bajarnos allí de vez en cuando.

Así, poco a poco, fuimos descubriendo lo que era el Graffiti. Al comentarlo con los hermanos San Frutos, ellos nos dijeron que en Alcorcón había muchísimos murales increíbles. Fuimos a verlos, y nos enseñaron varios lugares con Graffiti. Lo que vimos estaba a otro nivel de todo lo que habíamos visto antes. Alcorcón, en los 90, era puro Graffiti. Empezamos a tomar fotos para documentar aquellas obras tan impresionantes. Aún recuerdo el mega mural de la Jungla Sur o el de la discoteca Sky. Había trabajos de Fazeta, Chop, Jes, Rostro, Mode2 y los piezones de los QSC, como Kool o Sem. Algunos fines de semana estábamos deseando ir de tour de Graffiti a Alcorcón, con los San Frutos o con Cost, con quien entablamos una muy buena amistad. Ellos nos mostraban las nuevas piezas que aparecían por su barrio como si fueran guías turísticos.

Por aquella época también conocimos a Chop, que era vecino de Alberto. Él nos presentó a Zeta y a otros grandes protagonistas de aquellas piezas que tanto admirábamos. Aunque aún éramos meros espectadores, viendo el partido desde la grada, cada vez teníamos más ganas de entrar en el juego.

En esa misma etapa se mudó a nuestra urbanización Alejandro, un chico de Pacífico al que también le gustaba el Rap. Su padre era reportero de guerra, y quizá por eso él tenía acceso a un montón de material audiovisual. Nos pasaba cintas VHS con programas grabados de Yo! MTV Raps, en los que descubrimos un montón de artistas y canciones norteamericanas que marcarían nuestra adolescencia.

Portada del libro Desde los trenes al estudio

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