CAPÍTULO 1
YO. DANI
No tendría más de diez años cuando empecé a escribir las palabras «Yo» y «Dani». Dani es mi segundo nombre, por el que solo me conocen los familiares cercanos. Escribía en los lugares más complicados de ver de la casa: en los esquinazos altos de los techos, en la parte de abajo de los cajones, en los fondos de los armarios…
Utilizaba los clásicos rotuladores Carioca que nos compraban para el colegio, aquellos que tenían en la caja un personaje con gorro mejicano. Eran rotuladores no indelebles y bastaba con pasar un paño mojado para que se borraran, pero, con el tiempo, los trazos quedaban incrustados en la madera porosa y los techos de escayola.
Lo hacía con la idea de que las firmas estuvieran allí escondidas para siempre, con precaución para que no las vieran enseguida y me cayera la bronca, pero, al mismo tiempo, con una extraña esperanza de que, alguna vez, en el futuro, alguien se fijara y se preguntara quién las habría dejado allí y cuándo. Más allá de mis padres o hermanos, ¿quién iba a encontrarse unas firmas escondidas en mi casa? Lógicamente, nadie, pero yo era un crío de diez años que dejaba volar su imaginación.
Aquella mezcla de sensaciones fue la primera semilla de una costumbre que me ha acompañado toda la vida: dejar mi nombre escrito en las paredes.
Los famosos estudios de televisión de Prado del Rey están muy cerca de mi barrio, Campamento. En los años ochenta, los programas que necesitaban niños para rellenar el decorado llamaban a mi colegio, que gustosamente «nos prestaba». En 1981 nos llevaron al programa Aplauso para figurar detrás de Enrique y Ana mientras cantaban Amigo Félix, la canción sobre la reciente muerte de Félix Rodríguez de la Fuente aquel mes de marzo.
Ese mismo año hice la comunión y acabé tercero de EGB. El veinticuatro de febrero no tuvimos clase porque Tejero había entrado el día anterior en el Congreso de los Diputados pegando tiros al techo al grito de ¡Se sienten, coño!.
Fue en septiembre cuando comencé el cuarto curso. Mis padres ya me dejaban ir y volver solo al colegio, que estaba a veinte minutos de mi casa. Eso me proporcionaba unos cuarenta minutos para mí mismo cuando salía de clase, a las doce del mediodía y a las cinco de la tarde. Aquel fue mi primer soplo de libertad.
En alguna de esas entradas y salidas firmé «Dani» con una cera en los ladrillos de mi portal. Mi padre no tardó ni una semana en verlo y hacerme bajar a limpiarlo con un cubo y un estropajo, con castigo, bronca y disgusto incluidos.
CAPÍTULO 2
ETA ROJA
Casi todo el mundo con cierta edad conoce, al menos de oídas, el programa juvenil La Bola de Cristal, que se emitía los sábados por la mañana. Antes de ese, hubo otro programa en su mismo horario que se llamaba Sabadabadá, dirigido a un público más infantil. Lo presentaba el famoso ilustrador José Ramón Sánchez, que dibujaba siempre con rotuladores de punta gruesa. Yo disfrutaba viendo cómo hacía aquellos trazos; me gustaba incluso el sonido de la punta del rotulador al rozar el papel. Quería un rotulador como esos, pero no tenía dinero ni posibilidad alguna de comprarlo.
Sería a mediados de cuarto de EGB —posiblemente en primavera, porque recuerdo salir del colegio a mediodía sin mucho abrigo— cuando descubrí que los rotuladores Carioca tenían en su interior una espuma empapada de tinta. Esa espumilla venía envuelta en plástico, a excepción de ambos extremos, por donde la tinta fluía hacia la fina punta del rotulador. Decidí buscar otro uso a esa espuma: cogiéndola con el dedo pulgar e índice, se convertía en un rotulador de punta redonda de medio centímetro.
En esa época solía escribir largos cuentos en los que mezclaba cosas inventadas con noticias de la radio y la televisión. De mi cabeza salían guerras mundiales entre la NOTA y el Pacto de Marsonia y otras cosas absurdas que luego leía con los amigos de clase para echarnos unas risas en los ratos libres.
Imagino que fue de esos relatos de donde salió ETA Roja, el nombre que usé junto a mi compañero Javi durante una breve temporada. Escribíamos con la espuma de los Carioca, sobre todo en suelos lisos de mármol o de cemento pulido, que es donde escurría bien. Pintábamos al salir de clase a las doce, y, cuando a las cinco volvíamos a salir, repetíamos el recorrido para ver nuestras fechorías, disimulando, como si no fuera con nosotros.
Corría el año 1982, la época conocida como «los años de plomo», cuando los atentados de ETA abrían constantemente los telediarios y copaban las portadas de los periódicos. Hoy me avergüenza un poco contar que escribíamos aquel nombre, pero, con diez años, no sabíamos de qué se trataba. Nos sonaba de la tele y lo usábamos de forma inocente para llamar la atención. La temporada de escribir ese nombre duró hasta que acabamos de estropear todos los Carioca que teníamos.
En mi casa, gracias a mi hermano, dábamos por entonces el adiós definitivo a la música infantil y comenzábamos a escuchar rock español. Barón Rojo sacaba su Volumen brutal y, sobre todo, Leño se coronaba con el que sería su último disco: ¡Corre, corre!
CAPÍTULO 3
DE VIAJE POR LOS WC
Aquel verano se celebró el campeonato mundial de fútbol en España, el Mundial 82 del Naranjito.
Ese verano lo pasamos, como era habitual, visitando diferentes lugares con la caravana. Mi padre trabajaba siempre fuera de Madrid, y a partir de junio –cuando nos daban las vacaciones en el colegio– nos íbamos moviendo por los lugares donde le destinaban. Íbamos seis en el coche: mis dos hermanos, mi madre, mi padre fumando todo el rato, nuestro pastor alemán (de nombre Soemtron) y yo. Con semejante aforo en el coche, tirando de la caravana —que no permitía pasar de ochenta— y recorriendo aquellas antiguas carreteras sin desdoblar, las paradas eran constantes.
En cada parada, mi madre y mi hermana visitaban el lugar, Soemtron estiraba las patas, mi padre pagaba la cuenta, y mi hermano y yo, con un boli cada uno, escribíamos nuestros nombres y la fecha detrás de las puertas de todos los baños en cada gasolinera y cada bar:
CHEMA 25/06/82
DANI 25/06/82
La fecha es imaginaria, pero el bofetón de mi padre para cada uno fue real. En alguna de las paradas él también entró al baño y se fijó en nuestros nombres escritos. Bolígrafos confiscados, bronca gorda y final de la aventura.
Mis padres, que siempre han sido muy viajeros, decidieron unos años antes que el país que ganase la Eurocopa de 1980 sería nuestro destino en las siguientes vacaciones que pudiéramos salir al extranjero. Aquella Eurocopa la ganó Alemania. Como las promesas están para cumplirlas, al año siguiente, uno de nuestros destinos vacacionales durante aquel verano de 1983 fue Alemania.
![]() |
¿Te ha gustado el libro? |