CAPÍTULO 1
EL COMIENZO DE TODO
Lo primero de todo, me presentaré: mi nombre es Jose, aunque en este libro vamos a hablar de Anteno, el nombre que elegí para pintar por las paredes. ¿Por qué Anteno? Esa pregunta mil veces recibida y nunca contestada en su totalidad...
Pues así de sencillo. Podría haber sido otro nombre, más fácil de escribir, que sonara mejor o más duro, pero la primera vez que cogí un spray de pintura, lo primero que se me ocurrió escribir en aquel momento fue eso: Anteno. Y así hasta hoy.
Nuestro origen —y aquí hablo en plural porque sería tremendamente injusto no unir mis comienzos a mis amigos de infancia y compañeros de pericias en ese momento: Maris, Jerjer y Villa— está en el barrio de Usera, un barrio al sur de Madrid, que en esos tiempos era más periferia que ahora...
Para escribir este libro he regresado a mi barrio a recordar momentos y cargarme de inspiración. Pisar las calles de la infancia y los rincones compartidos con los amigos me parecía una buena idea para refrescar la memoria. El chasco ha sido mayúsculo...
Todos íbamos a un colegio que se llama Marcelo Usera, situado al este del barrio y con unas maravillosas vistas al río Manzanares y, un poco más adelante, a Legazpi...
Posiblemente para mostrarse interesantes, y para marcar la diferencia entre ellos y nosotros, de repente uno de ellos le dijo al otro: «Voy a pintar aquí», mientras sacaba un bote de pintura —cuya marca no recuerdo— de la mochila que llevaba. Y se hizo la magia. En un lado de la barca se dispuso a escribir su firma, trazando el otro la suya en el lado opuesto...
Pues sí, ANTENO empezó a pintar por casualidad, gracias a dos chavales que conoció una tarde de septiembre de las que se graban a fuego en los archivos de la memoria, y que cambió el sentido de mi vida desde ese momento.
CAPÍTULO 2
DESDE EL BARRIO A TODO MADRID
Colegio Marcelo Usera. Dos chavales cuentan al resto de compañeros sus peripecias del día anterior: cómo cambiaron la hoja de ruta, marcharon a la Casa de Campo, la heroica forma de colarse, las nuevas y efímeras amistades… y, sobre todo, el legado que les dejan: una cera azul de tamaño desproporcionado y la idea de qué hacer con esa cera o con materiales de mayor calibre. Explican cuál será su firma: uno, Jerjer; otro, Anteno. Y toca el autobautizo del resto: Ángel, Kafo, Luxi… Todo el entorno de amigos se creó una firma que les duró muy poco a todos, salvo a dos: los hermanos Maris y Villa, con quienes realmente formamos nuestro principal círculo de amistad.
Me cuesta un poco recordar cómo comenzamos a recolectar material. El colegio sí es seguro que fue nuestro primer suministro. Al conocer cada rincón, no tardamos en encontrar una caja de Edding 3000 negros que nos repartimos, y fue nuestra primera herramienta seria para comenzar nuestra colonización del barrio de Usera. No teníamos ningún referente pictórico hasta ese momento, aparte, claro está, de los dos chavales que conocimos días antes y las pocas, pero repetidas, firmas que veíamos sobre todo en el Metro.
Esas firmas que veíamos —y que ahora no voy a enumerar, eso lo haré un poco más adelante— nos marcaron el estándar a seguir. Había dos escuelas un poco claras: letra mayúscula y un poco más agresiva a la vista, o letra caligráfica y cuidada. Las flechas eran la mejor forma de finalizar una letra o una rúbrica. Si querías marcar tus ideales en tu firma, podías tirar del catálogo de símbolos tan de moda en aquel momento: la A de anarquía, una O que podía ser a la vez un símbolo de ocupación si la atravesabas con un rayo, o el símbolo de la paz, como fue mi caso…
Ya sabíamos cómo se debía dar personalidad a la firma: flechas a tope, símbolos que te representaran o te gustaran, la famosa R de registrado…
Algo que sí creo importante decir es que, en los primeros años de eclosión del graffiti en Madrid, los referentes musicales eran más cercanos al punk y al heavy que a ningún otro estilo musical. Si queremos ver de dónde sale tanta flecha, quizás las camisetas heavy de los grupos de antaño nos den alguna pista. Igualmente, la agresividad del rock radical vasco o incluso del punk inglés se reflejaban mucho en las firmas, sobre todo en mi primer año.
Entrada, salida del colegio… nuestras tardes por las calles ahora siempre estaban acompañadas de firmas, y en muy poco tiempo teníamos nuestra zona de influencia bastante saturada. Ya desde los comienzos, yo era, sin ninguna duda, quien más se tomaba en serio esto de pintar. Si el resto hacía 30 firmas en una tarde, posiblemente yo habría hecho 50. Ya había nacido la competición entre nosotros, a ver quién pintaba más que el resto, algo muy común siempre entre los escritores.
Como dije antes, no recuerdo bien cómo comenzamos a conseguir rotuladores en primer término ni pintura después, pero sí recuerdo nítidamente los lugares de suministro y el día que Jerjer y yo conseguimos nuestros primeros sprays: dos Novelty grandes, negro brillo, que logramos agenciarnos en una droguería del barrio. Droguería en la que, tristemente, vi un cartel de liquidación por jubilación el día de mi paseo por Usera. Me dieron ganas de entrar y decirle al señor: «Feliz jubilación, yo era uno de los cabrones que le robaba pintura hace un saco de años». Bromas aparte, es cierto que ver ese cartel de liquidación, y visualizar al señor al que tiempo atrás trataba de esquivar con la chaqueta llena de botes, me dio un pellizco de nostalgia en el corazón. La droguería se llamaba Sacristán, y aún conservaba ese cartel que nos atraía a los escritores como la luz a las polillas: el cartel de «Coperlim», señal de pintura segura.
Primeros sprays y ansiedad por estrenarlos. Estábamos eufóricos, ya que lo más grande que habíamos conseguido en los dos meses que llevábamos pintando eran varios rotuladores Edding 500 y un Edding 800. Nos fuimos a un descampado de la zona y nos marcamos las primeras firmas. Recuerdo que la primera me salió gigante y pensé que, o disminuía el tamaño, o muy poco me duraría el bote. Esa tarde gastamos en poco tiempo cada uno su bote. Con la velocidad del trazo, comencé a alargar las dos enes de la firma, con una pequeña flecha al final, hacer el símbolo de la paz en la O… Poco a poco mi firma y la de mis amigos se iban transformando y cada una iba cogiendo su estilo y forma personal.
En mis comienzos en el barrio, recuerdo claramente las firmas que había en sus paredes: una de Bleck la Rata, que me gustaba mucho, y una de Jure, realizada con tiza. No sé por qué motivo, pero en ese momento me marcó más esa firma que la del maestro Bleck. Y posiblemente la curva de las enes de mi firma se la copiara a él, ya que me gustó mucho cómo alargaba su primera letra. Porque no nos vamos a engañar: en este mundo todos nos hemos, si no copiado, sí influenciado por lo que hemos visto y nos ha gustado en otro.
Mi primer objetivo estaba clarísimo: ser el rey de Usera, el mayor escritor de mi barrio y la referencia a seguir para el resto de chavales que se quisieran dedicar a esto. La cosa resultó sencilla: los primeros fuimos nosotros y, de los cuatro amigos, yo era, de largo, el que ponía más empeño, era más constante y más estratega. Tras mis amigos, mis primeros acompañantes pintando fueron mis dos perros, Brandy y Junior. Todos los días, al llegar por la noche, les daba su último paseo del día con mi pintura en los bolsillos y una ruta distinta. Día tras día, como un Pac-Man, recorría cada calle de mi zona, y no exagero si digo que en algún momento todas las calles, tanto en vertical como en horizontal, tenían varias firmas mías.
Usera estaba dominado, y otra zona que también era absolutamente nuestra era el Paseo de las Delicias. Como dije en el anterior capítulo, uno de los lugares que más frecuentábamos era el Parque de El Retiro, y desde el barrio era sencillo llegar andando por Delicias, una calle importante en la que también podía suceder cualquier cosa: algo que diera sentido a nuestras tardes, anécdotas y vivencias que contar y recordar luego. No olvidemos que éramos niños de 13 años, aunque nos creyéramos hombres. Pues ese camino también lo teníamos plagado. Subíamos por una acera y bajábamos por la otra a la vuelta. De ese modo, te garantizabas la decoración de los dos lados.
Recuerdo la primera bronca de mi madre por pintar, diciéndome que me había visto una vecina manipulando el cajetín de los semáforos en Legazpi. Yo pensaba: la pobre chivata no ha visto el rotulador que tenía en la mano… Pero bueno, lo dejaremos en «manipulación de semáforos», algo que no sabía ni sé cómo se hace.
Pronto me sentí como el principal escritor de Usera, algo fácil, la verdad, al no haber casi nadie más que nosotros pintando en ese momento. Era el que más se tomaba esto de pintar en serio de todo mi grupo, sacando mucha ventaja a todos los que llegaron después.
Yo no puedo decir que fuera de los primeros que pintaron en Madrid. Claramente el primero fue Muelle, seguido de la gente que influía en su zona —claramente el barrio de Campamento—, pero tras ellos salió una segunda hornada con un pequeño grupo de escritores nuevos en la que sí me incluyo. Y, desde mi absoluta humildad, me considero importante. Puedo decir que, en el corto espacio de tiempo que duró la explosión del graffiti en Madrid, vi comenzar a muchísima más gente de la que veía en las paredes cuando empecé a pintar.
Ahora que toca exprimir la memoria para tratar de contar lo vivido —que es básicamente lo que pretendo al escribir este libro— se me plantea una duda personal que nunca me había planteado: ¿cuándo me comencé a sentir graffitero o escritor?
Puedes parecer una tontería, pero creo que es algo que supongo fue común en todos los que llegamos a despuntar en ese momento, y sobre todo a mantenernos. ¿Cuándo pintar se convirtió en la primera y casi única alternativa para dedicar nuestro tiempo de ocio? Es importante recordar que por aquel entonces no había más referencia para nosotros que las pintadas que pudieras ver en el Metro, las paredes de tu entorno o un poco más lejanas. Y si hablamos de mi primer año, francamente, había muy poco… y lo que había era la repetición casi constante de los mismos.
En mi caso, creo que muy pronto me di cuenta de que esto de pintar era lo mío. Encajaba perfectamente con mis inquietudes artísticas: generaba adrenalina cuando pintabas y endorfinas cuando luego admirabas tu obra. O cuando alguien ajeno a este mundo te decía que había visto firmas tuyas en alguna estación de Metro o en algún lugar de Madrid, fuera del barrio. Recuerdo que me hacía el despistado y decía que no sabía de qué firma hablaba, cuando la realidad es que creo que tenía inventariada en mi cabeza hasta la última firma que había hecho en un mes. Y en un mes se hacían muchas firmas.
Poco a poco fui ganando mi cuota de fama en el barrio, tras currármelo mucho durante bastante tiempo. Poca gente no conocía mi firma desde Legazpi hasta la Plaza Elíptica, y mucha gente, más o menos cercana, sabía quién era Anteno. Pero para la gran mayoría yo era un desconocido que había aparecido en las paredes de sus calles con una firma que supongo casi nadie entendía al leerla, pero sí reconocía por su forma. Algo que tampoco tardó en aparecer fueron las envidias. Alguna vez nos llegaba que tal o cual personaje del barrio nos buscaba por haber pintado en algún sitio, solucionándolo siempre sin que pasara a mayores. Pero sí reconozco que nunca evitamos las pocas peleas que surgieron por pintar. No podíamos poner en duda nuestro lugar en el barrio, y siempre cuidábamos unos de otros. No olvidemos que éramos casi niños en un barrio duro en el que había que marcar tu sitio.
Ser de los primeros en pintar en Madrid tenía sus ventajas y algún inconveniente, pero una de las cosas más bonitas que recuerdo de los comienzos era el total desconocimiento que teníamos unos de otros.
Sin saberlo, estábamos creando una tribu urbana, frase muy usada en aquellos años para catalogar a la juventud en cajones ordenados generalmente por gustos musicales, forma de vestir o tendencia política. Nosotros creamos nuestra propia tribu urbana sin saberlo ni pretenderlo. Es más, como he dicho, no nos conocíamos entre nosotros. Hablo de los primeros años, posiblemente entre 1986 y 1988, cuando aún no teníamos ninguna referencia de ningún otro estilo de graffiti. Ni siquiera conocíamos la palabra graffiti: simplemente estampábamos nuestra firma, repetida siempre con la misma grafía, en el mayor número de lugares posible.
Chavales de Usera, Vallecas, Campamento, Carabanchel, La Ventilla… en definitiva, de toda la periferia de Madrid, sin conocerse hacían lo mismo, del mismo modo, cada uno con su firma por bandera y la misma ansiedad y objetivo: pintar más y en más sitios que los demás, llegar antes que nadie a los carteles nuevos o al muro recién limpiado en un punto estratégico. Es curioso ver ahora que hacíamos lo mismo más o menos todos, sin contacto más allá de nuestros grupos de amigos pintores. Todos teníamos el mismo líder desconocido, eso está muy claro. Muelle, sin duda, era el ejemplo que seguíamos todos. Pintábamos en el mismo tipo de sitios y, sin que nadie nos dijera nada, sabíamos bien los límites que no se podían pasar: como monumentos o lugares donde realmente jodieran al propietario… Éramos unos capullos, pero con un poquito de ética.
Al no conocernos, siempre te imaginabas quién estaba detrás de cada firma que veías en las paredes. Casi siempre imaginabas a alguien más mayor que tú, aunque luego resultara ser un chaval de tu misma edad y casi del mismo aspecto. Más adelante contaré cómo fui conociendo al resto de los escritores con los que compartí muros y carteles.
Pues sin darme cuenta fui ganando mi espacio en el mundo del graffiti en Madrid. Poco a poco, día a día, enfoqué el tesoro del tiempo libre —que sí tenía en esos años— en lo que más me gustaba y me enganchó: pintar un día tras otro, un sitio tras otro, conseguir la pintura, repintar donde me habían borrado rápidamente antes de que alguien ocupara mi sitio vacío.
El Metro era el camino más rápido y fácil para dar el salto de ser el «rey» de tu barrio a meterte en la lucha con los escritores importantes de otros barrios, ser un pintor reconocido, estar en el escalón siguiente a Muelle y Bleck, ser «famoso». Podíamos pasar horas bajo tierra de un punto a otro de Madrid, con un plan claro y marcado en un plano del Metro, haciendo algo tan simple como pintar el máximo número de carteles posible. Supongo que muchas personas que nos vieran, ajenas a nuestro mundo, pensarían que perdíamos el tiempo, pero ahora, con el paso de los años, me doy cuenta de que fue un tiempo muy bien invertido.
Pintar, conseguir pintura y buscar buenos lugares donde hacerlo comenzó a ocupar prácticamente la totalidad de nuestro tiempo libre, que en esos años era mucho. Al principio casi siempre pintábamos juntos los cuatro amigos de siempre, y desde que entramos en el mundo del graffiti, esa era mi «banda». Ya desde esos primeros años percibimos que había bandas o crews de escritores, con símbolos que les diferenciaban de los demás y con la seguridad que supuestamente daba tener gente que te respaldara. En esos primeros años veíamos por la zona de Carabanchel grupos de chavales que actuaban así. Moscas, Wors u Omegas me vienen a la memoria. Kus, Jojass y el resto de su grupo terminaban con el punk que habían visto a Josesa. No recuerdo más, pero la conclusión que saco de todo esto es que las primeras bandas de graffiteros de Madrid eran simplemente cada grupo de amigos que firmaban juntos. Nosotros nunca nos pusimos ningún nombre común, pero todo el mundo sabía que éramos un grupo unido que pintaba junto.
Todo se fue dando solo, sinceramente. Durante los primeros meses, mi grupo de cuatro escritores pintábamos un día tras otro, descubriendo nuevas zonas, materiales y técnicas. Creo que a mediados de 1987 fue cuando comencé a sentirme como un escritor importante en Madrid, casi siempre pintando en compañía de mi gente, aunque egoístamente intentaba sacar tiempo extra para pintar solo y sacarles ventaja, más por el vicio de seguir pintando que por competencia.
A mediados de ese año conocimos a Kable y Rafita, y la realidad es que conocerlos —sobre todo a Rafita— me subió a otro nivel. Hasta ese momento pintaba, y mucho, pero muchas veces el plan de pintar lo cambiábamos por otro más atractivo, sobre todo para el resto del grupo, que tirarse menos horas pintando. Yo era, sin ninguna duda, a quien más había calado esto de pintar, y muchas veces los dejaba y marchaba a hacerlo. Pintar solo estaba bien, pero siempre era mejor estar con tus amigos, aunque fuera con otro plan distinto a la pintura.
Conocer a Rafita fue conocer a alguien tan enfermo o más que yo en la obsesión por pintar. Durante bastante tiempo, el plan exclusivo de Rafita y mío era pintar, con el resto del grupo o los dos solos, pero no había un solo día que no pasáramos un mínimo de dos horas pintando juntos. Comenzó a notarse en poco tiempo la mayor dedicación diaria a la pintura. Y si ya me sentía importante, pasé a ser —con toda mi humildad lo digo— un escritor consolidado y de nivel, siempre hablando desde el grupo de escritores al que pertenecía: los Autóctonos Madrileños.
Una vez que ya habíamos alcanzado un nivel más o menos notable de celebridad en nuestro mundo, lo siguiente que ocurrió fue conocer y compartir paredes con muchos de los grandes escritores que, al igual que nosotros, se habían lanzado a pintar: Larry, Glub, Ome, Boy, Kurri, Fer, Jys… La lista de grandes escritores que conocimos en poco tiempo fue larguísima, y entablamos amistades y pasamos grandes momentos con muchos de ellos. Presumir está mal, pero si hablamos de haber pintado con peña importante de nuestro estilo, sí puedo hacerlo.
Es curioso cómo en poco tiempo creamos lazos y amistad con muchos de los escritores que íbamos conociendo y establecíamos una buena relación. No todo el mundo tenía teléfono en esos tiempos, aunque ahora suene muy extraño, por tanto lo normal era quedar en algún punto intermedio desde el que partir a pintar juntos.
La estación de Legazpi era un lugar donde quedábamos mucho. El andén de la Línea 3 solía ser el punto de inicio desde el que arrancábamos la ruta cuando nos juntábamos con escritores de la zona centro-sur.
Si tenemos que buscar un lugar que durante bastante tiempo fue nuestro centro de reunión, debemos hablar del Parque de El Retiro.
Maris, Villa, Jerjer y yo ya teníamos control de esa zona desde antes de pintar. Aunque ahora parezca imposible, pasar la tarde en el césped junto al estanque fue un plan inmejorable para nosotros. La cerveza la comprábamos en la calle Ibiza, a 130 pesetas el litro. Conocíamos a casi todos los vendedores del paseo, incluyendo lectoras de tarot y barquilleros. Durante un tiempo formamos parte de la fauna humana de la zona, y nos sentíamos acogidos, incluso cuando montamos nuestro puesto para vender algún producto, como más adelante contaré.
Muchos de los escritores que conocimos sabían que era fácil encontrarnos allí de viernes a domingo por la tarde, y casi siempre aparecía alguno a vernos, más por pasarlo bien que por pintar, ya que con nosotros una buena tarde de risas y anécdotas estaba asegurada. Fue un lugar donde establecimos lazos fuertes con muy buena gente.
Durante un tiempo tuvimos un equilibrio maravilloso entre pintar y pasarlo realmente bien. Entre los cuatro que formábamos mi grupo de origen y los que fuimos conociendo y se fueron uniendo, fácilmente podríamos ser unos veinte chavales. No siempre estábamos todos, pero siempre éramos bastantes. Algunos con más nombre dentro del graffiti y otros menos célebres, porque para nosotros lo importante era que encajara en nuestra onda, y considerábamos que pintar era algo libre y que cada uno podía hacer lo que quisiera o pudiera.
Poco a poco comenzamos a reunirnos menos habitualmente. Conforme cumplíamos años, algunos dejaron la pintura, otros encontraron otras formas de pasar el tiempo libre y, aunque las amistades nunca se rompieron y seguimos pintando juntos a veces, cada uno fue buscando su camino, según sus gustos e inquietudes. Fueron unos momentos bonitos que, seguro, todos los que los vivieron conmigo recordarán con la misma nostalgia que he sentido yo al rememorarlos.
Esto es, en gran parte, la historia de mis primeros años en el graffiti, la consolidación y cómo me sentí parte de una forma de hacer graffiti de la que aún me siento feliz y orgulloso de haber formado parte.
En poco tiempo despegó el graffiti hip hop en Madrid, nos enteramos de lo que se movía los domingos en AZCA, y allí fuimos a ver qué pasaba por allí… pero de eso hablaremos un poco más adelante.
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