PRÓLOGO

VANDALISMO Y CONCIENCIA DE CLASE

Una sofocante tarde de verano en Paiporta, timbraron en mi casa. Me asomé por el balcón y era José Benlloch, alias el Calín. Vecino del barrio y compañero de clase en mi primer año de instituto (1994). Me preguntó si pintaba. ¿Cómo? Que si pintas graffiti, tengo un bote. Claro que pinto (mentí como un bellaco) y le dije a mis viejos que me bajaba a dar una vuelta. Bajamos al barranco (el mismo barranco del Poio de la Dana): era el sitio más seguro para ir a echarse unos garabatos tranquilamente. Por aquella época no sabíamos bien cuál era la conexión entre la música rap y el graffiti, pero ya escuchábamos rap y, por tanto, teníamos también que hacer graffiti. Puse lo primero que se me ocurrió: Zena, tag que mantendría algunos años hasta cambiarlo por Nega.

En aquellos tiempos, cuando eras chaval, sólo había tres opciones: o te hacías bakala, o te hacías pijo (difícil viniendo de una familia obrera), o te hacías punk/heavy (nunca soporté los pitillos ajustados). No había más opciones. Justo por aquellos tiempos explotó el rap en nuestro país. El graffiti lo había hecho pocos años antes: nombres como Nova, Pike, Robe... se repetían por toda nuestra comarca (L’Horta Sud). Recuerdo que acercarse a la zona de las vías Malilla, cerca de la Estación del Norte, era, en nuestras cabezas, como peregrinar a Nueva York: estaba (y sigue estando) lleno de piezas, de platas, potas, tags... Una auténtica locura. No parecía València, parecía el sur del Bronx. Por supuesto, nos lanzamos a las calles a pintarlo todo.

Nunca fui muy bueno, y al poco de cumplir los 18 años, justo cuando empezaba a pulir mi técnica y estilo, lo dejé. Me di cuenta de que me gustaba más hacer música que salir a jugármela por las noches. Además, estaba el handicap de la mayoría de edad: muchos lo dejan cuando abandonan la adolescencia y entran en la edad adulta. Pero de aquellos años saqué lo mejor que se puede obtener de la vida: amistades que perduran hasta el día de hoy. Prácticamente todos mis mejores amigos son o han sido grafiteros. Escritores de graffiti o escritores del metro son términos más apropiados; además, tienen mucha más pompa y elegancia que “grafiteros”. ¿Pero sabes una cosa?

No todos lo dejan.

El libro que tienes entre tus manos lo ha escrito uno de esos que no lo dejó cuando entró en la edad adulta; todo lo contrario. Mientras devoraba las páginas del libro, lo primero que se me pasó por la cabeza fue preguntarme por qué lo dejé. Lo segundo eran unas ganas terribles de salir a la calle a pintarlo todo. Pienso que, si el arte no te devuelve a la infancia, no es arte: sólo es un producto de entretenimiento. Los artefactos culturales (sean un libro, una película o una canción) tienen que revolverte algo por dentro. Y el libro de Zoan lo consigue. Con creces.

El libro de Zoan es un viaje trepidante por la vida y obra de un escritor de graffiti: un montón de anécdotas salvajes y disparatadas, viajes y encontronazos con la ley. El libro nos recuerda que el graffiti es una actividad ilegal, una actividad que se realiza desde los márgenes de la sociedad, una actividad intrínsecamente antisistema. Zoan es muy consciente de ello y, por ese motivo, se zambulle en denunciar el acoso policial, los abusos de las empresas de seguridad o los chanchullos del Ayuntamiento de Madrid con las empresas de limpieza. Zoan nos grita —a lo largo de las páginas incendiarias de este libro—que el graffiti es una forma de arte urbano, una forma de vandalismo que surge de los márgenes y, por tanto, y como no podría ser de otra manera, un acto político. ¿Cómo no va a ser un acto político una actividad que vandaliza y cuestiona la sacrosanta propiedad privada, que es el pilar fundamental del capitalismo? Zoan lo sabe, y por ello, apoyándose en todas esas anécdotas, viajes y noches locas, nos escupe las miserias y contradicciones de un sistema injusto, hecho a medida de los ricos, destinado a subyugar la voluntad de los pobres.

Son tiempos difíciles, tiempos de mierda, tiempos de cacerías racistas, de palizas a personas del colectivo LGTBI, de fascismo a cara descubierta que no se esconde y alardea de su barbarie. Unos tiempos, en definitiva, de auge de la extrema derecha, en los que ya no es raro toparse con raperos fachas o escritores de graffiti fachas. Por todo ello, tengo que decir que el libro de Zoan es una auténtica gozada. Es gratificante saber que los tuyos, la gente de los barrios del sur que vandaliza los trenes o la persiana de la nueva inmobiliaria, da la cara y pone el cuerpo, y está comprometida. Si no, que le pregunten a José Luis Almeida.

Seguro que lo viste rular como si fuera un meme por distintas redes sociales. Yo, de hecho, en cuanto lo vi, lo colgué en una storie de Instagram citando al alcalde de Madrid. La foto era un tren de Cercanías con un enorme ALMEIDA CARAPOLLA pintado en uno de sus laterales. Desconocía la autoría; de hecho, nadie lo sabía. El delito ha prescrito y ahora sabemos que fue, junto a Karen, el autor de este libro que tienes entre tus manos. Tremenda acción que arroja gasolina y esperanza: al menos, que no les salga gratis tanto abuso y atropello. El libro responde a muchas cuestiones y arroja muchas preguntas: Zoan se cuestiona por qué el graffiti es perseguido con tanta virulencia (y presupuesto), mientras, en cambio, y por poner el ejemplo más llamativo, las pegatinas de las cerrajerías, clubes de alterne y otras empresas y negocios que invaden y vandalizan el espacio público con su publicidad no suscitan la misma indignación y persecución. La respuesta parece obvia, pero en realidad no lo es tanto: porque se trata de negocios. Y el graffiti, en cambio, no lo es: es precisamente todo lo contrario. Y porque perro no come carne de perro, y simio no mata simio. Después de leer este libro, no volverás a ver una firma, un muro con una pieza o el lateral de un tren vandalizado de la misma manera que lo haces ahora.

Ya en mis cuarenta y muchos, cogía el metro en dirección al centro y, en plena estación de San Isidro (junto a la mítica València Sur), y a plena luz del día, unos chavales (unos auténticos retacos que no habrían cumplido los 18) tiraron de palancazo y salieron a reventar los laterales del metro a la vista de todo el mundo. La gente alucinaba. Y, como era de esperar, salió el típico buen ciudadano, de esos que se dejan llevar por las escaleras mecánicas y no son racistas pero votan a Le Pen (como nos dijeron en La Haine), a increpar a los chavales. Ya se puso en plan gilipollas y tuve que preguntarle si es que iba a heredar Metro València o algo. Pues eso: si no vas a heredar el metro o la RENFE, cállate la puta boca.

Larga vida al graffiti.

Ricardo Romero (Nega)

CAPÍTULO 3

LA ALMUDENA

En 1884, debido a una grave epidemia de cólera, se habilitó apresuradamente un cementerio provisional para víctimas de epidemias junto al Cementerio del Este, que aún estaba en construcción. La construcción del cementerio fue ordenada bajo el mandato de José Abascal y Carredano, marqués de la Ribera, quien había sido nombrado alcalde de Madrid por el Gobierno en 1881, cuando el rey Alfonso XII tenía apenas 23 años (el rey falleció cuatro años después, en 1885).

Durante su mandato, Abascal sentó las bases para la modernización de Madrid, impulsando obras fundamentales como la ampliación de la canalización de agua y el alcantarillado de la ciudad.

Aunque no existe una fecha oficial para el cambio de nombre, el Cementerio del Este pasó a ser conocido como Cementerio de la Almudena, ya que el cementerio provisional se construyó bajo la advocación y veneración de la Virgen de la Almudena. A día de hoy, es la necrópolis más grande de Europa, albergando más de cinco millones de difuntos en sus más de 120 hectáreas.

Con la ampliación de la línea 2 de metro en el año 2007 y la apertura de la estación de La Elipa, llegar en suburbano resultaba más sencillo, aunque no fue hasta 2011 que abrieron la estación de La Almudena (la siguiente parada de La Elipa), que resultaba más cercana a la tapia del cementerio, pero no de la entrada principal.

Como La Elipa era final de línea hasta 2011, dejaban metros aparcados en el fondo de saco. Durante esos años, las fotografías semanales de las piezas en ese lugar eran habituales. El Fariñas, histórico inspector de Metro de Madrid, que se tomaba el graffiti como algo personal y que tenía amargados a los vigilantes de Eulen de las líneas 2 y 5 (posteriormente Eulen perdió la concesión, aunque permanecieron la mayor parte de vigilantes en las nuevas empresas que fueron entrando), sufría más con esas piezas que con su divorcio. Menudo personaje.

Pues allá que fuimos una noche. No habíamos entrado nunca allí y no habíamos hablado con nadie sobre la forma de entrar, por lo que íbamos a ciegas y la esperanza de entrar era bien pequeña. ¿A dónde fuimos entonces? A un respiradero que quedaba a la altura del saco, que ahora está en mitad del túnel entre La Elipa y La Almudena. Fuimos con una radial y un alargador de 15 metros. Yo qué sé, lo mismo había alguna caseta con enchufes.

Al llegar allí, ni casetas ni hostias, y el respiradero soldado. Que si queríamos pintar, debíamos rajar. Lo que pretendíamos hacer era una tontería: de haber personal de metro, limpieza o seguridad en el saco o en el andén, escucharían la radial y verían las chispas. Esas cosas se hacen de día, tapando el respiradero con vallas de obra para entrar a pintar por la noche. Eso ya lo he hecho en otras ocasiones, teniendo que tapar los cordones de soldadura rajados con silicona gris, presionando la boquilla hacia el cordón cada cinco milímetros para dar apariencia de cordón de soldadura y que no llamara la atención si los vigilantes se daban la ronda.

Pero todo eso lo pienso ahora. En esas fechas, los cuatro mataos que íbamos no teníamos ni idea de nada, teníamos muy pocas luces, para qué nos vamos a engañar. El más mayor llamó a un amigo suyo, que era electricista y trabajaba para una empresa concesionaria del Ayuntamiento de Madrid, para ver dónde podía enchufar la radial, a ver si había alguna trampilla que tuviese enchufes. La conversación fue muy breve, su amigo le dijo algo así como: —Déjate de tonterías, busca una farola cercana encendida, abre la tapa con una llave de cuadradillo o haciendo presión con dos llaves planas y llámame.

Así hicimos. Localizamos la farola más cercana que tuviese luz, que estaba a unos ocho metros, junto a la rotonda principal. Un plan sin fisuras, vamos, que si conseguíamos pintar, lo mismo no nos decían nada por las piezas y comíamos condena por lo otro.

Con la tapa abierta vimos tres cables. Estaban bastante destensados, podías tirar de ellos y sacar un bucle fuera de la tapa de registro. Así hicimos. Eran los cables que iban desde la arqueta hasta la bombilla, pasando por dentro del tubo.

Estábamos todos junto a la farola, con una radial y un alargador, en medio de la calle. Demasiado estábamos durando con la tontería. En ese momento llamó de nuevo a su amigo. Le dijo que cortase solo los cables azul y marrón, primero uno y luego el otro; que a la cabeza del alargador, que tiene dos pines (los que habitualmente se introducen en los enchufes corrientes), pues como uno era fase y el otro neutro, que conectásemos el cable azul a un pin y el cable marrón al otro.

Con la voz temblorosa, mi amigo le dijo: —Vale, vale, pues vamos a ello. Si hay problemas, te llamamos.

Colgó el teléfono y empezamos a pensar que una retirada a tiempo era una victoria. O nos quedábamos pegados a una farola (algo que ahora sé que es imposible, hay bajo voltaje en ese circuito), o llamaría a la policía cualquier coche que pasase, o qué sé yo, era un plan que hacía aguas desde el planteamiento.

Uno tenía que cortar los cables de la farola, conectarlos a la cabeza del alargador; otro debía rajar los cordones de soldadura; y los demás, a vigilar. Como yo me ofrecí a la radial, fueron los demás los que echaron a suertes el marrón. Le tocó al ideólogo, por listo. Eso es el karma, fijo.

Con los alicates cortó el primer cable... y ¡pum! Todo el alumbrado público se vino abajo, se apagaron todas las farolas que había en la zona. Yo me asusté bastante, no sabía el alcance que eso pudiera tener. En ese momento aprovechó y cortó el otro cable. Conectó el azul al pin derecho y el marrón al pin izquierdo. No tardó más de 30 segundos en toda la operación. Accioné la radial para ver que todo estaba bien, pero algo falló: la máquina no funcionaba.

Mientras pensábamos qué podía estar ocurriendo, volvió la luz a las farolas, menos a la nuestra, que quedó apagada. Claro, ahora la corriente pasaba por nuestro cable y no subía al foco.

Me acerqué al respiradero, accioné la radial, ¡e iba de maravilla! ¡No veas cómo sonaba! Eso iba a despertar hasta a los muertos del cementerio, no iba a quedar vecino durmiendo, menuda locura. La radial tenía instalado un disco de desbastar grueso, no de corte (que son los más finos), por lo que tenía que forzar mucho para que cortase los cordones.

Así empecé con el primero. El disco se desgastaba muy rápido mientras comía el primer cordón. Lo terminé y fui al segundo. Ahora no recuerdo cuántos eran, pero cuando comencé con el segundo me di cuenta de que el disco no iba a dar para todos. Paré la máquina para decírselo a los chavales y buscar solución. Les miré a la cara... y no sabían dónde meterse. ¡Las chispas y el sonido eran una maldita locura! Al pararla escuché un: —¡No hagas tanto ruido! ¿Qué se pensaría? ¿Que tiene modo silencioso la radial?

Iba a comenzar de nuevo para seguir rajando los cordones, porque las caras y la actitud que tenían no iban a facilitar una solución. Rajaría los cordones que se pudiesen, debilitaría el resto y, levantando el respiradero por un extremo, apalancando, pensé que podríamos terminar de romper los demás. Me toqué la cara y la tenía negra. La suciedad que salía del respiradero por el aire que soltaba la radial era mucha; menudo asco daba. Ni unas gafas me habían traído. Por la tontería, me podía haber hecho un apaño en los ojos, si es que el plan era de diez.

En el momento justo antes de empezar, apareció un coche blanco por la rotonda. Por el modelo podían ser los jurados de línea. Eso nos alertó. Ahora que lo pienso, no recuerdo el modelo de coches que llevaban, pero todos iban con el mismo, y no era difícil saber que, a esas horas y junto al metro, dos personas sentadas eran vigilantes. También se les solía ver encima de las aceras, junto a las bocas de metro, cuando entraban para hacer alguna visita. Pero incluso en horario de servicio, yo creo que piensan que las aceras son suyas.

Pues eran vigilantes, sí: dos hombres vestidos con la parte superior naranja reflectante, que clavaron su mirada en nosotros. Creo que estaban dándose una ronda por La Elipa, ya que entraron en la rotonda por el lado opuesto, de camino a la estación. En cuanto se metieron en la rotonda, nos vieron. No era nada difícil: estábamos muy cerca del asfalto y un cable desde la farola nos seguía la pista. Aceleraron para dar una vuelta rápida y venir hacia nosotros.

Dejamos todo en el suelo y, sin mediar palabra, corrimos hacia la entrada principal del cementerio. En esos momentos no piensas mucho en la situación, piensas en irte y ya está. Quizá habían avisado ya a la policía, o venían más vigilantes en camino. Teníamos que irnos.

Corrimos hacia el cementerio, pero no porque quisiéramos hacer algo en él; fue simplemente lo que más a mano nos pilló. Y eso que había que cruzar la calle. Nos pilló de cara esa dirección, aunque ahora que bicheo el Google Maps, fue la peor decisión que pudimos tomar. No, si aciertos no hubo ninguno.

Una vez cruzamos la calle, nos metimos en una zona ajardinada que llevaba a la puerta principal del cementerio. Esa zona ajardinada está llena de árboles. Había una pequeña calle asfaltada que también conducía a la puerta principal, pero no quisimos ir por allí para no llamar la atención si pasaba por ahí el coche. Llegamos a la explanada principal. Menudo marrón. Un gran espacio abierto. No se nos veía desde la calle principal, pero si se metía un coche, iba a jugar a los bolos con nosotros.

No habíamos corrido mucho, pero el acelerón había sido importante, y no se nos ocurrió ni saltar la valla metálica. Hubiese estado gracioso escondernos entre muertos. Seguro que alguno nos echaba un cable; si no era Dolores Ibárruri, lo haría Nicolás Salmerón.

Decidimos meternos en el pórtico, que se accedía andando, aunque a la altura de las rodillas había unas cadenas gruesas. Esas cadenas solo impiden que pasen coches, porque para los peatones parecen de decoración. Dentro del pórtico nos escondimos detrás de las columnas centrales. Hay ocho muy gruesas. Cuatro de ellas son las de la puerta principal, y muchas con menos diámetro y redondas, pero en ellas nos verían.

Pasaron muy pocos minutos y, a la explanada central, entró al menos un coche. Era el de los jurados, que nos estaba buscando. Mientras, escuchamos una sirena de policía, pero que iba lejos, seguramente por la calle principal. Se bajaron del coche a unos diez metros de nosotros. No les veíamos, ni siquiera nos asomábamos, pero por el ruido del coche y las voces, los teníamos ahí pegados. No fueron capaces de andar unos pasos hacia delante para comprobar el pórtico.

En ese momento escuchamos al Fariñas. Ese tipejo nos daba la matraca cada vez que nos veía en el metro, y coincidíamos con él en muchos juicios a los que iba de espectador. Entiendo que para ponernos cara. ¿Qué dijo el Fariñas? —¡Habrán saltado al cementerio, a estos no les pillamos!

Ahí estuvieron un rato, hablando por radio con los compañeros, pero eran más vagos que la chaqueta de un guardia, nunca mejor dicho. Ni siquiera cogieron el coche para dar otra vuelta por la zona. Ni parece que llamasen a la policía, no vino nadie. Al rato se fueron.

Permanecimos ahí hasta que se hizo de día. Fueron tres o cuatro horas. Los vigilantes de línea salían a las seis o siete de la mañana, y pensamos que estarían toda la noche por ahí buscándonos.

Ya con la luz del sol, nos fuimos al coche del chaval que nos trajo, al que le tocó manipular los cables, a esa hora ya había mucha gente por la calle. Pasamos por el respiradero, que estaba de paso, donde ya no quedaban ni la radial ni el alargador, y la tapa de la farola estaba cerrada. Cuando llegué a casa, me duché y me fui a clase. Otra torpeza más para el álbum.

CAPÍTULO 5

LOS MARTES LOCOS

Hace muchos años trabajé en Telepizza. Lo hice de repartidor. Yo era muy joven y aún más inquieto. En aquella época pintábamos metro casi todos los días, o al menos lo intentábamos. Mis horarios en la cadena de comida rápida eran buenos para ello: entraba siempre en turno de tarde o cena, por lo que las noches las reservaba para patrullar los depósitos del Metro de Madrid. Incluso si no habíamos triunfado, podíamos hacer un mañanero y que eso no afectase al curro.

Como quería cobrar el máximo posible a final de mes, iba como un tiro en los repartos, metiéndome por calles peatonales y parques. Parecía que, en cada trayecto, me estaba dando la pira. No perdía ni un segundo. Todos los repartidores queríamos hacer muchos pedidos, pero no había nadie tan puto loco como yo. Me acuerdo de que agachaba la cabeza hacia el manillar, curvando la espalda para arañar 1 o 2 km/h más. El ciclomotor de 49cc lo tenía reventado. Me creía el prota de un fucking videojuego.

Esto tuvo consecuencias. Mis encargados —unos señores más explotados que yo, porque ni siquiera podían hacer horas extra como yo—, agradeciendo mi trabajo y mi implicación, me propusieron para encargado. Mi primer ascenso, niño. Pasé una primera entrevista con el supervisor, en la que recalcó que estaba «altamente preparado» para el puesto, que tenía un gran sentido de la responsabilidad y que, de manera natural, destacaba más que el resto. ¿De verdad era así? No. Era el único repartidor español. Todos los encargados eran españoles y el supervisor era un cuñao de bar, que prefería a un españolito sin experiencia antes que a un trabajador con años de curro, implicado y que tenía tanto bagaje en la marca que seguro conocía los ingredientes de las pizzas solo con oler las cajas cerradas.

La siguiente entrevista sería en el Telepizza de la calle Ocaña, entre Aluche y Carabanchel. Era la central de todos los locales de la zona. Luego la cosa cambió mucho: tras la compra de Pizza Hut, la marca tuvo que franquiciar todos sus restaurantes propios para obtener financiación y no irse al garete. Incluso cerró ese local.

Me entrevistaría la responsable de todos los restaurantes de la zona. Era psicóloga, de RR. HH. Además de hacer un test psicotécnico, tendríamos una entrevista más centrada en mis capacidades. Yo ya la conocía: fue quien me entrevistó cuando entré a trabajar. Solo habían pasado cuatro meses desde aquello. ¡Encargado en cuatro meses! Eso era como jurar bandera.

Las instrucciones eran claras: te llamará una mañana sobre las 8:00 h para entrevistarte ese mismo día antes de las 14:00 h. Prepara un currículum, que te lo va a pedir. Pues sin problema: menuda misión tan fácil.

Yo, mientras tanto, seguía saliendo noche sí y noche también. Un martes cualquiera, mi colega el Soken compró algo de cristal y yo... ¡pues palante! En las misiones yo era muy tranquilo, ordenado, y las cosas debían hacerse con seriedad. No éramos unos niños quemando los sitios, no sé que pasó ese día. Pasamos toda la noche patrullando lugares ciegos de cristal y hasta arriba de cerveza. El cóctel perfecto para que todo saliera mal. Pasaban las cocheras y perdíamos la oportunidad de hacer algo en ellas: marrón por aquí, imposible por allá, writers en todas partes, sustos en alguna... ya sabéis de lo que hablo.

Nos preparamos para hacer un mañanero en República Argentina, del que no habíamos oído hablar nunca, pero que por horarios era una estación top para eso. ¡Pues mira por dónde! Al llegar, nos dimos cuenta de que esa estación era el punto de partida de los vigilantes de línea. Cuatro señores vestidos de Prosegur, en el andén, hablando de sus quehaceres diarios.

Ya solo nos quedaba penuriar y tirar para casa con la cabeza agachada. No pasa nada: hay noches de tres piezas y noches de comerse los mocos. Aceptar un fracaso también es un triunfo, ¿no? Pues no. Nos fuimos al saco de Pinar de Chamartín. Del cristal y la cerveza pasamos a los Monster. Habíamos hecho más kilómetros que Google Maps y estábamos más reventados que el día después de ir a una rave.

Ya era pleno día y los andenes estaban llenos de gente yendo a currar. Nosotros, por fuera, no dábamos mucho asco: manteníamos la compostura (o eso recuerdo hoy, pero tiene toda la pinta de que mi memoria está viciada con los años). Eran las ocho de la mañana, aunque no lo supe por la hora, sino porque me llamó un número oculto. ¿Quién sería? Estábamos esperando a que el vagón se llevase a toda la gente del andén para meternos por la salida de emergencia y de ahí saltar al túnel.

—Shhh, apaga el móvil, coño. No des la nota ahora.

—¿Sí? ¿Quién es?

—Hola, soy Marta, la coordinadora de Telepizza. Necesito que te pases hoy por nuestro centro de la calle Ocaña, 112. ¿Puedes venir sobre las 10:00 h?

—Por supuesto, tengo tiempo de sobra.

—No te olvides del currículum. Pregunta por mí al entrar, que estará el cierre a medio echar, y sube a la planta de arriba, que está mi despacho. Luego nos vemos.

—Allí estaré. Muchas gracias, Marta.

Pues ya la tenía montada. A ver cómo le decía a los chavales que no iba a meterme por la de emergencia ni a saltar a las vías, que me habían encomendado una misión. En cualquier caso, había gente rara en el andén y querían esperar un poco más antes de lanzarse.

Yo tenía varios problemas: iba bajo los efectos del alcohol y de las drogas, necesitaba un currículum y tenía que aviarme para no parecer un pordiosero en la entrevista para encargado. Llamé a mi amiga Lara, con la que cursé unos estudios durante un par de años. Le di la contraseña de mi Gmail, donde tenía un currículum, y le pedí que lo imprimiera. Ella tenía que salir a trabajar y pasaba por la estación de Callao. Le pedí que lo dejara en la taquilla, indicando que se lo había encontrado en el suelo. Menuda misión.

Me quedé hasta las 9:00 con los chavales, porque al menos los iba a fichar. Pero eso no iba ni pa’lante ni pa’trás. Me metí en el vagón y fui directo a la estación de Callao. Con cara de preocupación pregunté a la taquillera si tenía un currículum que se me había caído. Con una sonrisa de oreja a oreja me dijo que sí. Eso ya lo sabía yo, pero qué contenta se quedó, oiga.

Ya era tarde: quedaban veinte minutos para la entrevista y tenía que recorrer muchas paradas de la línea 5 hasta Aluche o Eugenia de Montijo. Fui de pie, junto a la puerta, y echándome saliva en la mano derecha, me colocaba el pelo lo mejor posible. También me frotaba los brazos, que tenían algún roñón negro de haberlos apoyado agazapado en un túnel. Bajé en Eugenia de Montijo y corrí al local. Llegué 15 minutos tarde. ¡Odio a la gente que llega tarde! Como me llamó con número oculto, no pude escribirle ni pegarle un telefonazo para avisarla, así que me presenté sin decir nada. Me saludó con un ¡Buenos días! Pensé que ya no venías.

En mi cerebro se estaban pegando las únicas dos neuronas que quedaban despiertas. No era consciente de que estaba a punto de perder no solo la oportunidad de ascender, sino también el trabajo que ya tenía... ¡Y todo por el graffiti! Bueno, y por el alcohol. Y por el cristal. No voy a ir ahora de digno. Que la culpa fue solo mía, también podía haberle dicho a la mujer que justo esa mañana debía ir al médico, o cambiar la hora, o yo qué sé… no meterme en un fregao como hacía siempre. Es que no doy una: me tropiezo con la piedra y vuelvo a propósito a tropezar con la misma.

La entrevista fue bien, nada que reseñar. El supervisor me había chivado las preguntas porque quería que fuese encargado, así que tenía todo preparado. El problema no eran las respuestas: era mi forma de hablar, mi apariencia y haber llegado tarde.

—¿Qué es lo que más te gusta de tu puesto de trabajo?

—Ser el último eslabón de la cadena, teniendo la meta de sonreír al cliente ya que soy la cara visible de la compañía tras hacer su pedido, sabiendo que ha llegado a tiempo y que el producto es de calidad.

Pasaron unos días en los que seguí currando como siempre, como un auténtico fiera, cuando el supervisor vino a verme al local.

—Alejandro, buenas tardes. Sal un momento y siéntate, tengo que hablar contigo.

Yo temblando, sabiendo que, evidentemente, perdía el trabajo. Me abroché el botón de arriba del polo rojo y me coloqué la gorra. Quería parecer el tipo del anuncio: bien uniformado y con presencia. Quería irme con honores. Salí a la sala y me senté frente a él.

—Nunca antes había recibido un informe como el tuyo. Has sido altamente recomendado para el puesto. Según la coordinadora —que es psicóloga—, además de tus respuestas, tu expresión facial transmitía entusiasmo y compromiso. Lo ha señalado en el informe de la entrevista, destacando incluso la dilatación de tus pupilas como un indicio. Enhorabuena, en breve comenzarás la formación.

Ir drogado de cristal, bajo los efectos del alcohol y con varios Monster encima —que ayudaron a mantenerme despierto y a disimular el olor a alcohol— hizo que pasara la entrevista. Aunque mi teoría es otra... o ella era una fiestera y me echó un cable cuando vió mis pupilas dilatadas por la droga, o ha sido la típica persona que, por estudiar y ser efectiva en el trabajo, no ha salido nunca de fiesta.

A todo esto, yo doy por hecho que era cristal… Igual al Soken le metieron ibuprofeno machacado en la bolsa, y aquí estoy yo contando una peli de vaqueros.